Esfumarse sin dejar huella

La hiperconectividad actual reduce drásticamente nuestras posibilidades de anonimato

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En El difunto Matías Pascal, el escritor italiano Luigi Pirandello narra la historia de un hombre que debe esfumarse de la faz de la tierra para empezar a vivir. Un error policial lleva a que le confundan con un suicida anónimo, y él aprovecha esta circunstancia para dejar atrás su vida e iniciar una nueva.

Lo que Pirandello retrata con maestría en la ficción ha ocurrido muchas veces en la realidad. En un mundo en el que la mayoría de las personas se esmeran por hacer pública su vida privada colgando fotos de sus vacaciones y de sus cumpleaños en cuanta red social tengan a mano, cada vez son más los personajes públicos –y no tanto– que luchan por disfrutar de la placidez del anonimato.

Desaparecer es la única manera de encontrar un refugio en donde ser tan volubles e imprecisos como somos los humanos

En la exposición Good Luck, que puede visitarse por estos días en el museo MAXXI de Roma, la artista italiana Lara Favaretto rinde homenaje a 18 individuos que lo han conseguido. Se trata de 18 historias de desapariciones voluntarias, es decir, personas que han optado por borrarse del mapa ya sea de manera real o metafórica. Nombres como los del escritor Jerome David Salinger, el ajedrecista Robert Bobby Fischer o el físico Ettore Majorana engrosan la lista de personalidades a las que Favaretto dedica un cenotafio: tumba vacía o monumento funerario erigido en honor de alguien a quien se recuerda de manera especial. Los cenotafios de Favaretto están construidos en tierra, metal y madera y, respetando la voluntad de los homenajeados, carecen de cualquier tipo de placa identificatoria. Sólo unas cajas de metal ocultas en su interior, y que contienen algunos elementos relacionados con sus propietarios, personalizan de algún modo cada volumen.

¿Qué es lo que lleva a alguien a querer desaparecer así? Las respuestas, me dice el psiquiatra Ramón Martí, pueden ser muchas. Pero en el caso de los personajes públicos las posibilidades se acotan. Todos construimos nuestra identidad haciendo espejo en la imagen que nos devuelven los demás. Cuando esa imagen se ve amplificada y objetivada por los medios de comunicación, se requiere de una gran fortaleza para no verse afectado. Es como si esa versión pública de nosotros nos convirtiera en su objeto, y la única manera de liberarnos fuera desaparecer del mapa para encontrar, en la intimidad de nuestra propia subjetividad, una suerte de refugio en donde poder volver a ser tan volubles e imprecisos como somos los seres humanos.

Lo paradójico, reflexiona Martí, es que la hiperconectividad del mundo actual reduce drásticamente nuestras posibilidades de anonimato. Nuestras compras con tarjeta de crédito, nuestras búsquedas en Internet y hasta el contenido de nuestros correos van definiendo un perfil con el que se nos termina asociando. Si a eso le agregamos nuestros propios esfuerzos por dar a conocer lo que hacemos y pensamos a cada momento en las redes sociales, poco margen queda para lo privado. Y la pesadilla, de hecho, parece ir más allá. ¿Quién no ha recibido alguna vez una macabra invitación para jugar al Candy Crush de parte de un amigo de Facebook ya fallecido? No se trata ya de poder vivir de forma anónima; hay fuertes indicios de que ni siquiera en la muerte nos dejarán tranquilos.

En el final del libro de Pirandello, Matías Pascal vuelve a su pueblo para dejar una flor sobre su propia tumba. Imposible resistir la tentación de imaginar a uno de los desaparecidos voluntarios de Favaretto haciendo lo propio frente a su cenotafio en el MAXXI de Roma, tal vez el mejor signo de victoria de quien ha conseguido desaparecer sin dejar huella.

Fuente: El País

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